¡Basta de ruido!
¿Un monje en la ciudad?
¿Un monje en la ciudad?
VíCTOR MANUEL FERNáNDEZ
El amor comprometido al mundo, es una respuesta al amor de Dios que nos ama y nos ha colocado en esta tierra. Sin embargo, viejas y nuevas formas de espiritualidad provocan en muchos cristianos una inclinación a construir y habitar pequeños sectores privados. Por eso al autor de esta nota le parece conveniente profundizar las motivaciones de una sana teología que inspiren una fuerte pasión por el mundo en que vivimos.
¿Entre la tierra y el cielo?
Podemos pensar que el ser humano está llamado a la gloria celestial, que allí está su destino último, y entonces deducir que esta historia terrena es imperfección. Además, si la gloria celestial se entiende como un estado de impasibilidad en el que nos liberamos de las tensiones, angustias, cansancios y dolores de esta vida, resultará difícil atribuir algún valor espiritual a la actividad en el mundo y a las relaciones humanas porque todo eso no tiene nada que ver con el cielo al cual estamos llamados. Parece que sólo tiene sentido si es tolerada y ofrecida en unión con Jesús sufriente.
En esta concepción, sólo tendría valor propio aquello que se asemeje al cielo: la quietud de un monasterio, el silencio, la serenidad, la ausencia de tensiones, la concentración que evite la dispersión. Pero el hecho es que esta historia no es sólo una copia imperfecta de la gloria celestial, sino que tiene su especificidad, querida por Dios, en cuanto es camino y proceso. Su valor propio no está en lo que tenga de semejante al cielo, sino en que fue creada por Dios como historia y no como una versión imperfecta del cielo.
En el cielo no existirá la Eucaristía y, sin embargo, es el modo más excelente de encuentro con Cristo en la historia porque hace presente, para los caminantes débiles y hambrientos, al Cristo que en la gloria es pura evidencia y saciedad para los bienaventurados. Así, en esta historia que debe ser construida por la comunidad, la Eucaristía es alimento y fortaleza, es mediación y manifestación perfecta de la gracia. Del mismo modo, el proceso histórico que permite que un pobre mal alimentado comience a comer adecuadamente tiene un inmenso valor, aunque eso no sea en sí mismo un anticipo del cielo, porque en el cielo no hay necesidad de comer. Es cierto que el amor es lo que da valor a esa preocupación concreta por el pobre, pero, en esta historia, el amor debe expresarse necesariamente en la preocupación concreta por el alimento del pobre como reflejo y prolongación de la misericordia de Dios.
La actividad en el mundo influye verdaderamente en la gloria celestial porque lo que se logre de verdadero, bueno y bello en el camino de la historia, pasará a enriquecer y a embellecer el Reino (Gaudium et Spes 39). Que algunos estén llamados a la oración solitaria no debe hacer olvidar que la inmensa mayoría de los cristianos –que viven en la sociedad– realizan su vocación respondiendo al llamado de Dios para mejorar este mundo.
Crecer en el mundo
Por lo tanto, no puede pensarse que el valor de la espiritualidad se mide por los momentos de soledad, quietud y calma que permiten un encuentro sereno y concentrado con Dios, entendiendo que allí se produce el anticipo del cielo. Si así fuera, el diálogo de un evangelizador con el mundo y la cultura moderna no brindaría ningún tipo de enriquecimiento espiritual y de ninguna manera podría entenderse como parte y expresión de la espiritualidad. Es importante aceptar que Dios nos ha querido caminantes en esta historia que está en permanente cambio y movimiento. Si nos resistimos a ese dinamismo, estaremos siempre llenos de tensiones y angustias:
"Cuando insistimos en ser siempre los mismos, nos deformamos… Mucha miseria humana resulta de no formar parte del proceso de eliminar lo caduco o reformar lo existente". (S. Keleman, La experiencia somática, Bilbao 1997, 105).
Pero algunas personas se resisten a vivir en este mundo, y quisieran refugiarse en una especie de pequeño cielo, escondidos y protegidos. Pretenden salir de esta tierra en una suerte de serena seguridad, evadiéndose de todo compromiso, tratando de liberarse de todo lo que les provoque resistencias: sería como volver al útero de nuestra madre y renunciar a la vida, al crecimiento, a la felicidad verdadera y fecunda que Dios ofrece.
Los hijos de Dios estamos llamados a un profundo amor a los demás y a introducirnos de lleno en la vida de la gente. Soñamos aportar algo para la felicidad de los demás y dejar esta tierra mejor que como la hemos encontrado. El Dios de amor, con quien dialogamos en la oración, nos impulsa a introducirnos en el mundo para mejorarlo, nos da una apasionante misión en esta tierra. Cuando aceptamos esto, dejamos de resistirnos a los reclamos de la historia y de la gente, porque nos interesa construir algo mejor. Así lo hicieron San Francisco de Asís, Santa Catalina de Siena, Martin Luther King, Mahatma Gandhi, y muchos otros que fueron felices y plenos tratando de mejorar la sociedad terrena. Ninguno de ellos pretendió evadirse a un pequeño paraíso de tranquilidad o soledad, sino que se entregó como instrumento de Dios para hacer el bien a mucha gente, con la esperanza de que siempre algo puede cambiar. En este sentido, la Iglesia ha hecho la siguiente advertencia, que tiene una tremenda importancia:
"Auténticas prácticas de meditación provenientes del Oriente cristiano y de las grandes religiones no cristianas, que ejercen un atractivo sobre el hombre de hoy –dividido y desorientado–, pueden ser un medio adecuado para ayudar a la persona que ora a estar interiormente distendida delante de Dios, incluso en medio de las solicitudes exteriores. Sin embargo, es preciso recordar que la unión habitual con Dios… no se interrumpe necesariamente ni siquiera cuando hay que dedicarse, según la voluntad de Dios, al trabajo y al cuidado del prójimo… Efectivamente, la oración auténtica, como sostienen los grandes maestros espirituales, suscita en los que la practican una ardiente caridad que los empuja a colaborar en la misión de la Iglesia y en el servicio a los hermanos". ( Congregación para la doctrina de la fe, Carta sobre algunos aspectos de la meditación cristiana, 28)
Agobiados por la multiplicidad
Esto mismo vale si nos referimos a la multiplicidad con la cual nos topamos en nuestro encuentro con el mundo. Según algunas concepciones filosóficas, la multiplicidad de las criaturas es una degradación, una imperfección, comparada con la perfecta unidad divina. En ese caso, lo más perfecto sería siempre una oración concentrada que nos unifique en la presencia de Dios, evitando todo tipo de dispersión en la multiplicidad imperfecta de lo creado.
Hay razones existenciales para pensar así. Si uno toma contacto con la complejidad de la vida social, si se relaciona asiduamente con las personas, si vive en el mundo como los demás, pero al mismo tiempo siente el atractivo de la oración, del silencio o de la reflexión reposada, entonces es comprensible que se sienta abrumado por la dispersión y por la variedad que existe en lo mundano, por las innumerables formas de pensar, de vivir y de actuar, por la multitud de productos fabricados por el hombre, por la cantidad incontable de tareas, intereses y preocupaciones cotidianas de la gente.
Algunos de los que sienten inclinaciones místicas piensan que toda esa multiplicidad es cáscara, superficialidad y distracción que nos aparta de "lo único necesario". Por eso creen –aunque nunca lo consigan– que el ideal es liberarse de la seducción y del vacío de la multiplicidad y su ruido. Procuran reducir su mundo a la mayor unidad y simplicidad posible, creyendo que así se encuentran mejor con el Uno y su inmutable verdad. Evidentemente, esto no podría sustentar nunca el entusiasmo por entrar en el mundo, ni la pasión por el encuentro con los demás, ni la búsqueda de la verdad en la escucha y el diálogo, ni el gozo de buscar a otros para dar y recibir, ni el gusto por evangelizar. La vida y las ordinarias inquietudes de las personas parecerán siempre mediocres, todo tendrá sabor a sinsentido.
Actitudes y convicciones
Rodeados de esta falsa espiritualidad posmoderna ¿será posible alimentar actitudes de apertura, valoración, empatía y comunión con el mundo?
Las actitudes nuevas dependen de convicciones que se han hecho carne. Después de tanto pensar, gustar y profundizar una buena idea, los distintos intentos por realizarla van logrando que se haga pasión y comience a impulsar a la persona a un nuevo estilo de vida. En toda espiritualidad que verdaderamente movilice hacia el otro y hacia el mundo, hay un substrato de convicciones apasionadas.
La pregunta es: ¿qué convicción profunda hace falta en un creyente para alimentar el diálogo sincero con el mundo y la pasión por evangelizarlo? Este interrogante es clave en el contexto privatizador actual, porque las experiencias religiosas convertidas en artículo de consumo, para alcanzar paz y armonía psicológica, no son impulso para transformar el mundo, ni para preocuparse por los demás, ni para encontrase con la vida de los otros valorando y acogiendo sus inquietudes variadas. Aún las valiosas espiritualidades monásticas, trasplantadas sin más a los agentes pastorales, pueden convertirse fácilmente en experiencias solitarias y subjetivas que lleven a mirar con cierto desprecio (o sólo con tolerancia) todo lo mundano con su multiplicidad.
Esas espiritualidades suelen producir seres que intentan cumplir su misión en el mundo, pero sintiéndose atados a una obligación voluntarista que los mantiene en la superficie, en la mediocridad de lo múltiple, en la insatisfacción y en el vacío. Las conversaciones de las personas, las inquietudes del día a día, las minucias de la historia de las familias, los vaivenes de la sociedad, las diversas sensibilidades musicales o artísticas, las costumbres, toda la múltiple vida del mundo parecerá inútil vanidad de la cual conviene preservarse. Esta forma de pensar y de sentir provoca seres malhumorados, hoscos, melancólicos, aislados y egoístas.
El punto de partida para liberarse de la convicción venenosa que alimenta este proceso, consiste en profundizar la convicción opuesta, haciéndola carne y pasión. Es lo que intentaremos a continuación.
El valor de la multiplicidad mundana
La dispersión mundana no es una degradación detestable de la Unidad. Al contrario, la realidad es que la multiplicidad y variedad de criaturas que Dios ha hecho son un reflejo de su inagotable riqueza, y por lo tanto son la mediación que nos permite captar los diversos aspectos de la verdad.
Enseñaba Tomás de Aquino que "la distinción y la multitud de las cosas provienen de la intención del primer agente, que es Dios". Él las creó múltiples y variadas "para comunicarles su bondad y representarla por ellas". Porque "esta bondad no podría representarse convenientemente por una sola criatura" (Suma Teológica I, 47, 1).
De este modo, el encuentro con la variedad de los seres, de los objetos, de las tareas, gustos, opciones y proyectos de la gente, será una preciosa y necesaria mediación para reconocer a Dios como un Ser inmensamente rico y pleno, de manera que no limitemos nuestra imagen de Dios a lo que pueda reflejarse en un mundo reducido y cerrado.
Mientras más nos polarizamos en un sector reducido de la realidad, en una acotada porción de gustos privados, más perdemos perspectiva y riqueza. Por más perfecta que sea una criatura, una imagen, un símbolo, una forma de pensar, una manifestación artística, un lugar, nunca será una mediación suficiente para manifestarnos la riqueza y la hermosura de Dios. Él ha querido que "lo que faltaba a cada cosa para representar la bondad divina, fuera suplido por las otras".. Por eso, "el universo no sería más perfecto si en las cosas hubiera un solo grado de bondad" aunque se tratara del grado mayor de perfección. La perfección de algo aislado, si no permite captar la belleza de la variedad en sus relaciones, atentaría contra la belleza misma. La comunión de lo diverso, según el modelo de la Trinidad, siempre será infinitamente más perfecta que la unidad monolítica sin matices de una ideología o de una obsesión. Por lo tanto, es sano y conveniente estar informado sobre la diversidad de cosas, lugares, costumbres y situaciones, escuchar hablar sobre todo tipo de artes y oficios, dialogar con cualquiera sobre las cosas que le interesan o le atraen, frecuentar ambientes variados, escuchar música de distintos estilos, etcétera. En la Biblia se considera sabio al rey Salomón porque "habló sobre las plantas, desde el cedro del Líbano hasta el musgo que brota en el muro; habló de los cuadrúpedos, de las aves, de los reptiles y de los peces" (1Rey 5, 13), y también invita a contemplar la tarea del artesano, el herrero, el alfarero (Eclo 38, 27-30) porque "cada uno se muestra sabio en su tarea" (38, 31).
Todo esto nos permite comprender por qué podemos hablar de una espiritualidad que se vive y se expresa en el encuentro con los demás, en el diálogo con la cultura, en el mundo moderno lleno de desafíos y posibilidades.
Apasionarse con la variedad de la vida, detenerse ante ella y gustarla sin cerrarnos a la parte de verdad de cada realidad; percibir las relaciones que se establecen entre las personas, las cosas y los acontecimientos. Esto nos permite captar mejor la bondad divina y la verdad en su conjunto. Así evitamos las espiritualidades malsanas que nos apartan de la rica vida del mundo donde Dios nos ha insertado.
ARTICULO EXTRAIDO DE: http://www.san-pablo.com.ar/vidapastoral/?seccion=articulos&id=77
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