17 de enero de 2010

La mejor boda de la historia

" Hijas mías,
servid al Señor con ALEGRÍA "
( Madre Úrsula )



¿Quién no ha ido de boda alguna vez? No tiene nada que ver con ninguna otra fiesta. No es lo mismo ir de boda que ir a pasar un rato con los amigos o a cenar juntos o cosas parecidas. La boda tiene algo especial.


Una boda es la celebración de la vida. En todos los pueblos y culturas, la boda se celebra de una manera especial. En todos se derrocha alegría y todo lo que lleva consigo la fiesta. Los asistentes comparten la alegría de los esposos. Estos comienzan una nueva vida. Si me apuran, incluso en el caso de que los novios hayan vivido juntos antes, la boda tiene un profundo significado. Marca un antes y un después. La boda es un compromiso público de amor. La boda nos dice a todos que el amor sigue siendo el mejor motor de la historia, que lo mejor de la vida es el amor. Y que ese amor es, por sí mismo, creador de vida. Y, por lo tanto, de esperanza.
 
Proclamación de esperanza

Los que participan en la fiesta de la boda ven reflejadas en los novios sus propias esperanzas. También quizá sus propias frustraciones. Pero sobre todo la capacidad de la persona humana de superar la soledad y relacionarse de tú a tú con otra persona. La boda crea la comunidad del amor y es un amor creador de vida. Aunque conocemos el fracaso de muchas parejas, seguimos yendo de boda y pensando y deseando y esperando que esos que dicen que se aman se amen para siempre y para todo.

En el Evangelio de hoy se nos cuenta la historia de una boda. Asisten a ella Jesús y sus discípulos y también su madre, María. Hay un problema en esa boda: falta el vino. En algunas culturas es posible que no se entienda lo que eso puede significar pero en la cultura mediterránea el vino es un elemento fundamental de la alimentación y también de la fiesta. El vino bueno marca el nivel de la fiesta. El vino es sabor, paladar. El vino bueno no es para emborracharse sino para deleitarse con él. En el caso de la boda del Evangelio no es que el vino sea malo. Simplemente el vino se ha terminado. No hay vino. Por tanto, no hay fiesta.

La intervención de Jesús, a petición de su madre, devuelve la fiesta a su ser. Vuelve a haber vino y vino en abundancia, en muchísima abundancia –muchos invitados tenían que ser y mucho tenían que beber para acabar con aquellos 600 litros de vino–. Pero es, además, vino bueno, vino del mejor.

Jesús, fuente de alegría y esperanza

El significado es sencillo: la fiesta de los hombres se había acabado. Ya no había más vino en la historia. La boda ya no era expresión de vida. La alegría estaba a punto de convertirse en tristeza. Pero la presencia de Jesús devuelve la fiesta a su ser. Jesús es el vino que nos trae la alegría. No es un vino normal. Es el vino bueno, el que eleva la calidad de la fiesta, el que da a la vida sentido y esperanza a los que participan en ella. Ha venido Jesús y su presencia es fuente de vida y esperanza, de alegría y gozo.

Es la presencia de Dios mismo que se esposa con su pueblo, como nos recuerda la primera lectura del profeta Isaías. Con Jesús el pueblo “devastado” y “abandonado” recobra la alegría.

Nosotros somos los mayordomos y criados de esa boda. Los discípulos de Jesús estamos encargados de reunir a los invitados y de servirles el vino de la vida, la alegría y la esperanza. Como dice Pablo en la segunda lectura, cada uno con su función, con sus dones del Espíritu, pero todos con una misma misión: anunciar el reino, reunir al pueblo de Dios, hacer que recobre la alegría y que no se vuelva a sentir abandonado. Porque su Dios está con él. Hay que preparar la fiesta de las bodas de Dios con su pueblo, hay que hacer que la invitación llegue a todos, sin excluir a nadie, sin condenar a nadie. Porque todos son amados por Dios.

Fernando Torres Pérez, cmf



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